JOSÉ ANTONIO ALVEAR
08/07/14 4:10 AM
No quiero salirme del discurso futbolístico. El Mundial aún no termina y resultaría poco estratégico arrancar desde otro lado. Mi tema de hoy es la represión del Estado ante las protestas públicas, así que en una vuelta de tuerca, lo remitiré al ejemplo de un jugador frente al árbitro. ¿No se ha preguntado usted de qué sirve a un futbolista reclamarle al árbitro? ¿Ha presenciado en la televisión o hasta en algún partido llanero, que la máxima autoridad en la cancha cambie de parecer ante las airadas reclamaciones? Puedo adivinar su respuesta.
Sin embargo, los jugadores siguen haciéndolo, y hasta los entrenadores de cuello ausente. Y sirve, sí que sirve. No lograrán que el árbitro ni ninguno de sus colaboradores cambien de parecer, pero generarán la suficiente presión como para que en la decisión siguiente, el árbitro lo piense dos veces. Y pasa, sí que pasa.
Transportemos esto a la cancha de los Derechos Humanos, en donde también hay autoridades, víctimas y victimarios. En un partido de futbol, la protesta está acotada al punto de que puede un jugador ser amonestado o hasta expulsado por ello. Todo depende de la velocidad de sus manoteos, y de la familiaridad de sus reclamos (por aquello de la madre omnipresente de los árbitros). En el terreno social, la protesta está protegida por la Constitución y por las normas internacionales. Tanto así, que un Estado puede calificarse como más o menos represor, dependiendo del número de presos o detenidos haya acumulado por esos motivos.
Pero hay tretas, siempre las hay. Una de las más recurridas por los Estados hipócritas que no desean llamarse represores; de los que se visten de civiles pero esconden un dictador detrás del casimir, es el recurso de criminalizar la protesta. De esta forma, no sólo se reprimen los reclamos públicos, sino que además, los acusan de ser una amenaza contra el orden social.
El Informe 2013-2014 de la asociación Comité Cerezo, quienes de una manera envidiablemente metódica llevan registros de estos pormenores, declara lo siguiente (véase: http://www.comitecerezo.org/IMG/pdf/defender_los_derechos_humanos_en_mexico.pdf). En el sexenio de Felipe Calderón, las detenciones en contra de los Derechos Humanos, sumaron 999. Muchísimas, por si alguien lo dudaba. Sin embargo, la política priista actual ha demostrado la peor cara de su miedo al reclamo. En los primeros seis meses del gobierno peñista, las detenciones arbitrarias ya habían sumado 261, prácticamente las mismas que en todo el peor año calderonista, 2008. Todavía más. Los detenidos por conciencia, las detenciones de quienes protestan en manifestaciones públicas, al cierre del mentado Informe (31 de mayo de 2013), ya habían sumado 339. Demasiadas, por si alguien lo dudaba.
El gobierno de Peña Nieto, tiene la piel demasiado sensible. Le da alergia el griterío callejero, y le da jaqueca el reclamo directo, cosa que sería medianamente entendible si los reclamos fueran injustificados. Pero ante un Estado ineficiente contra el crimen y la inseguridad, por ejemplo, el reclamo por demás natural, sigue siendo reprimido. El caso más lamentable, es el del Dr. Manuel Mireles Valverde, líder de las autodefensas michoacanas, ahora encarcelado en Sonora.
Mireles no sólo ha sido un caso paradigmático en lo que a censura de la protesta se refiere, sino a las modalidades actuales que usa el Estado para proceder burlando sus propias leyes. Como ya se ha difundido ampliamente, Mireles ha sido acusado por portación de armas propias del Ejército y por tránsito de drogas. Ambas acusaciones poco fundadas, según su defensa. El asunto está en veremos. Las pruebas están en la balanza, pero el daño está hecho. Lo que debió haberse juzgado como un asunto político, es decir, el legítimo o no derecho de auto defenderse, se ha cambiado de estatus. La trampa a Mireles se llama, según los estudiosos, judicialización del caso. Esto quiere decir que la atención de las razones de su aprehensión cambió de foco y se “legalizó”. Todos ahora están llamados a ver la cajuela de su coche y la existencia de materiales ilegales en ella, y no la discusión mucho más compleja y posiblemente legítima, de reclamarle al Estado su ineficiencia ante el crimen organizado, al grado de armarse para sustituir su ineficiencia.
Volviendo a la metáfora futbolera, es como si el jugador reclamara que el árbitro no es capaz de mantener el orden en la cancha, y este expulsara a quien reclama por portar un uniforme que no le corresponde. La razón puede estar contemplada en el Reglamento, pero no es la verdadera razón para mandarlo a las regaderas. El árbitro sin embargo, tiene un mal aliento menos en la cara. A esto también se le puede llamar, legalizar la injusticia.
Estas malversaciones del gobierno de Peña Nieto están siendo alarmantemente frecuentes. Su capacidad represora es mucho mayor que la de Calderón, y se incremente peligrosamente la concentración de su poder en el territorio nacional y en las cámaras legislativas. Desgraciadamente nos tendremos que ir acostumbrando a sus modos sin dejar de denunciarlos. Pero lo que sí está prohibido para todo aquel que se precie de ser un ciudadano conciencia, es que caigamos en el juego mediático y una vez preso el “delincuente” volteemos la espalda y bajemos la voz. La protesta es tu derecho. Y sirve, sí que sirve. Ante un estado inepto, la conciencia nunca debe ser un crimen.