En esta ciudad de la (des)esperanza, también conocida como DF, la policía puede detenerte nomás porque si. Yendo en metro por ejemplo. Así sucedió el 1 de septiembre del 2013 cuando varios jóvenes estudiantes que venían de una marcha fueron interceptados por agentes policiales. Lo que sucedió aquel día es el negocio habitual de un regente, Miguel Ángel Mancera, que desde el inicio de su mandato en el Gobierno capitalino ha demostrado a sus votantes el programa real de un exprocurador; criminalizar la protesta social para ganarse el aplauso de sus promotores, el frente mediático que apoyó (junto a AMLO, no se olvide) a un clásico representante de la clase priísta. El licenciado en derecho M.AM. Y su verdadero alter ego, formado en las cloacas del sistema, Héctor Serrano, secretario de Gobierno del DF y portavoz de la violencia institucional contra todas las izquierdas.
No hay nada que no se haya dicho antes en este blog. Excepto que un acto tan demencial terminó en forma aún más demencial. Como recordaba Proceso, “el juzgado 23 de Delitos no Graves del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal (TSJDF) sentenció este lunes a dos años y 11 meses de prisión y a una multa de 3 mil 885 pesos a Gonzalo Amozurrutia Nava, Pavel Primo Noriega y Juan Daniel Velázquez Peguero, detenidos en el contexto de las movilizaciones del 1 de septiembre pasado, con motivo del primer informe de gobierno del presidente Enrique Peña Nieto”.
Otra noticia que no parece posible. Aunque poco importa ya cuando la república, hecha pedazos, estalla en Michoacán. Pero a veces, la historia se cuenta mejor desde las entrañas. Allá donde las víctimas se vuelven reales y el laberinto aparece en toda su brutalidad. Por ello busqué el testimonio de Elvira Nava, madre de una de las víctimas de aquella agresión policial del #1S. Razones las hay. Secretaria trilingüe ya jubilada, madre de dos hijas y activista ciudadana, siempre dispuesta a participar en causas sociales, Nava tiene sobradas razones para criticar la (pseudo)izquierda que gobierna el DF y que en su fase terminal muestra su encapsulamiento entre la corrupción de los cínicos y el retorno al orden prísta del gerente-regente y la alta burocracia de la capital.
Su hijo, Gonzalo Amozurrutia, estudiante de posgrado en la UNAM, no puede escapar de la pesadilla legal que vive desde entonces. Es culpable sin haber hecho nada. Por suprema decisión de Fausto Agustín Favela Ayala, juez titular del juzgado 23 de delitos no graves en el Tribunal Superior de Justicia del DF.
La pena. conmutables de diversas formas (entre ellas un “tratamiento de semilibertad” que obliga a pagar un depósito de 20 mil pesos y a firmar mensualmente por tres años) resume la venganza legal de un proceso plagado de irregularidades, desde el temprano traslado al reclusorio a la declaración forzada en el penal, sin la presencia de abogados.
Como recuerda Nava, las únicas pruebas ofrecidas en contra fueron las declaraciones idénticas de dos policías, mismos que en sus ampliaciones de declaración y careos procesales entraron en varias contradicciones. Los videos presentados demostraron que los dichos de los agentes eran falsos en lo que respecta a tiempo, lugar y forma, acreditándose por ello la inexistencia de los supuestos delitos: ultrajes a la autoridad y resistencia de particulares. Tras la condena, se impusieron recursos de apelación. De momento la sentencia queda sin efecto hasta nuevo fallo del tribunal. En noviembre del año pasado, el fotógrafo Gustavo Ruiz Lizárraga, procesado dentro la misma causa penal, fue absuelto por un tribunal de apelación que consideró que las declaraciones de los policías carecían de sustento.
Con toda la debida rabia, Elvira Nava cree que “desde la detención esto ha sido una arbitrariedad. Seguro viste en la prensa todo lo que salió. No tienen pruebas. Hace una semana el juez estaba “muy positivo” y luego cambió radicalmente. Pensé que lo que quería era otra cosa pero no, parece que otra vez hay la consigna de hacernos la vida imposible, para que veamos quién es el que manda. Ahora es necesario que evitemos este despropósito. Gonzalo está terminando una maestría en Historia en el Colegio de Estudios Latinoamericanos (CELA).
Presentó para el juicio tres cartas de recomendación, una del Dr. Enrique Semo, quien dirigió su tesis, la cual que obtuvo mención honorífica y también publicó, tras su detención, una carta en el correo ilustrado el Dr. Enrique González, quien lo conoce desde que nació porque es amigo mío, investigador de la UNAM, SNI 3 y beca Guggenheim Lo mismo hizo el Dr. Enrique Rajchenberg. Los tres opinaron que Gonzalo es una buena persona que se dedica a estudiar y nunca se ha metido en nada ilegal”
Junto con Gonzalo detuvieron a Gustavo Ruiz, fotógrafo de Subversiones, a Pavel Alejandro Primo, también egresado del CELA y a Juan Daniel Velázquez. Pasaron dos días encerrados en el Ministerio Público de la delegación Milpa Alta y dos más en el Reclusorio Sur. Una experiencia que Elvira Nava relató en un artículo inédito que reproduzco a continuación:
La visita al Reclusorio Sur
El jueves es día de visita en el Reclusorio Sur del DF.
El día anterior recopilé todos los documentos que había que llevar para que me dieran el pase y pudiera ver a Gonzalo, aunque sea un ratito, después de aquel martes fatídico en el que no lo vi en el Ministerio Público de Milpa Alta, delegación sureña y muy distante del centro de la ciudad de México, porque en compañía de amigos míos, de Gonzalo y con Diego, mi otro hijo, había ido a comprar los billetes de depósito para pagar la fianza con la que enfrentaría el juicio en su contra en libertad. Estaba acusado de resistencia a la autoridad, ultraje, amenaza a la paz pública, etc. igual que los otros tres muchachos a los que detuvieron arbitrariamente después de una marcha de maestros.
Llegué con Diego al Reclusorio como a las 8:00 de la mañana. Allí me enteré que no necesitaba más que mi credencial del IFE para obtener un pase de primera visita, para las subsecuentes sí se necesitan miles de documentos. No sabía que ya habían declarado, que el juez se había desplazado hasta el Reclusorio muy temprano por la mañana, y que los habían hecho declarar a fuerza, agachados a base de zapes y sin sus abogados. A eso se debía la presencia exagerada de policías, de policía federal y del ejército alrededor del Reclusorio. Yo creía que era normal, que así eran las cárceles. La señorita empleada que me dio el pase, me informó, veladamente, que no los llevarían a los juzgados de Sullivan ese día.
Una vez con el pase en la mano me dispuse a entrar, haciendo de tripas corazón, que no se me salieran las lágrimas, porque un árbol a punto de derribarse no le sirve de apoyo a nadie. En las enormes escaleras de la entrada se me acercó un señor, con aspecto de preso, cosa que determiné hasta que vi a los presos, pues nunca los había visto y no sabía que todos se parecen, todos como que tienen la misma cara, la misma mirada y los mismos modos. Muy cerca de mi, me ofrecía una bolsa de plástico y me pedía que por favor se la llevara a su interno, que él no podía porque no tenía pase. Leo muchas novelas y atiendo muchos noticieros, así que me negué, le pedí perdón por no hacerle el favor y seguí mi camino.
Si hubiera aceptado y me hubieran sorprendido con algún objeto prohibido como un simple cutter, droga o un arma blanca, me hubieran detenido allí mismo. Se habría caído la campaña de difusión de los hechos verdaderos que veníamos haciendo a través de las redes, de Facebook y cuanta cosa. Todas las personas, no se cuántas fueron, que nos tuvieron confianza y depositaron dinero en los Oxxos, por transferencia o en las ventanillas de los bancos habrían dudado que hubiéramos ocupado el dinero para pagar las dos primeras fianzas de Gonzalo y un compañero de prisión por 24,000.00 cada una, otras dos posteriores ya en el juzgado por 16,000.00 y más para los detenidos en Tláhuac y para la fianza final de otro joven, a quien le cobraron un lanal en efectivo por los “agravantes” que le acomodaron.
Pasé la primera revisión. Una policía mujer me revisó que no trajera armas. Mientras esperaba en la fila platiqué con una señora que visitaba en el Reclusorio Sur a su hijo y en el Oriente a su nieto. La mayor parte de los visitantes son mujeres y pobres. No se puede entrar portando un brassiere con varillas y no es tan sencillo como quitárselo, pues también está prohibido entrar sin esa prenda. En una barra donde revisan el contenido de las bolsas que uno lleva me quitaron una playera con un pretexto nimio.
Después de darle una moneda de diez pesos al preso que lo recibe a uno, diez al que va a buscar al preso, diez al que lo trae y así, por fin estaba frente a Gonzalo. Parecía que hacía años que no lo veía, con todo y que lo habían detenido apenas el domingo anterior. Se veía horrible enfundado en su traje beige y apestaba a león de circo.
Parecía tan lejos el domingo tranquilo, soleado y con un cielo muy azul, en el que, de pronto, se desató la locura. Una llamada telefónica: “habló Sandra, dice que agarraron a Chalo”. Rápido, el coche, a dónde los llevan, van por Canal de Chalco en dirección de Cuemanco, no, por Calzada de Tlalpan, están en Milpa Alta. Vamos allá, Diego maneja y va con nosotros una amiga de él que iba llegando a la casa cuando salimos. Llevo una penca de plátanos y un botecito de miel que me regalaron unas amigas vecinas que ya se enteraron a través de Facebook de lo ocurrido. En otro auto va una pareja de amigos acompañándonos. Llegamos a la oficina del Ministerio Público al mismo tiempo que Sandra y su papá. Ya hay mucha gente, los familiares y los amigos de los cuatro jóvenes que tienen presos. Los detuvieron en la estación San Antonio Abad del Metro como a las 5:00 de la tarde. Me permiten entrar a recoger las pertenencias de Gonzalo. Está entero, moral y físicamente. Acepto las pertenencias de otros dos jóvenes, están bien, anoto los números telefónicos de sus familiares y tengo oportunidad de darles los plátanos. Son presentados, es decir que el Ministerio Público reconoce oficialmente que los tiene, cerca de las 11:00 de la noche. No es sino hasta las 3:00 de la mañana que se nos permite darles algún alimento.
En el Reclusorio hay un patio con unas mesas metálicas. Nos sentamos en una. Coloqué las dos bolsas de plástico que llevaba con ropa interior y otra de ropa beige que compramos a la entrada sobre la mesa. No podíamos hablar porque llegaban uno tras otro los presos que con el pretexto de que ellos no tienen visita venían a pedir dinero, comida y el colmo, uno que exigía que le diéramos unos boxers que, evidentemente, ya había visto . En otras mesas estaban Juan Daniel con sus papás Gustavo con su mamá. Había tantas cosas que decir y el tiempo parecía muy largo. Sentía que no encontraba las palabras adecuadas para decirle cuánto lo quiero, lo convencida que estaba de que ese mismísimo día lo iba a sacar de allí, aunque me costara lo que me costara; cómo aceptar lo absurdo de la situación. Tampoco quería llorar al escuchar el relato de lo que había pasado a su llegada. La tortura, la humillación, los golpes, la incertidumbre, la flaqueza, el coraje, la rabia, la impotencia, la solidaridad, era demasiado para un ratito. Me enteré de que ya habían declarado, era lo único que faltaba para que el juez fijara la fianza que, con toda seguridad, sería igual a la de Gustavo, $126,000.00 por dos delitos cuya multa asciende a $6,000.00 más $120,000.00 por se tratarse de personas muy peligrosas para la sociedad. Tenía que irme, dejarlo solo otra vez, conseguir el dinero, pagar la fianza, rápido, para que no pasara otra noche en la cárcel.
Creo que nunca había ido a Milpa Alta. Hay un convento franciscano del Siglo XVII hermosísimo. Lo vimos porque en uno de sus patios están instalados unos baños públicos de tres pesos, bastante mejores que los del Ministerio Público. Afuera del mercado unas indias venden hongos silvestres: panalillo, patas de pájaro, gachupines negros, clavitos, tejamaniles, yemas, pancitas, etc. Hace por lo menos cincuenta años que no veía gachupines negros. Pero no tenía ningún caso comprarlos, estaba presa también en la agencia del Ministerio Público. Todo el tiempo esperando, a ver si viene mi abogado de la Liga del 1 de Diciembre, contestando a todos los reporteros que hablaban todo el día para que les pasara la información, Crónica, La Jornada, Efecto TV, Animal Político, Proceso, etc. Discutiendo con los demás cuánto costará una afianzadora hasta las cuatro de la mañana. Había muchos policías adentro y afuera. Siempre estaban amenazantes, mirándonos sobre el hombro. Llegaba y llegaba gente. Amigos de Gonzalo de la facultad, de su escuela primaria y sus exalumnos del CCH, un par de ellos con sus madres apoyándonos, sugiriéndonos otros abogados.
Así transcurría el tiempo, hablando con los presentes, por teléfono, tratando de dormir aunque sea una hora en el coche, pero hacía tanto frío que no podía conciliar el sueño. Mi cerebro empezaba a protestar. Ya no entendía el discurso de las personas con las que hablaba. Me parecía que me faltaba alguna parte. Pedía perdón y por favor, que me repitieran lo que habían dicho. Cuando yo hablaba, oía mi voz distorsionada y lenta.
Parecen en cámara lenta los dos días en Milpa Alta. Ya es martes y salimos cuatro personas, Diego, David, Sandra y yo, a comprar los billetes de depósito en un centro comercial del sur de la ciudad. Perfectamente organizados, retiramos dinero de tres bancos diferentes y nos enteramos que en la sucursal de Bansefi, el banco obligatorio para eso, no tienen los billetes suficientes. El tiempo apremia. Amaranta, amiga de Diego, está cerca de la delegación Benito Juárez. Acepta la encomienda y se apersona en Bansefi con todos los documentos que se necesitan. En el trayecto a Benito Juárez nos enteramos que el Ministerio Público no respetó el plazo de entrega de las fianzas y que nos queda una hora para terminar el trámite y llegar a Milpa Alta. En Benito Juárez aparece, convocada por otro amigo, Leslie, amiga y estudiante de Historia. Emprendemos el viaje con ella. Cruzamos la ciudad y al mismo tiempo Leslie fotografía los documentos y los envía por Internet al Ministerio Público. Comprobamos que las fianzas estaban pagadas y que sólo nos faltaba llegar. Comprendemos que es imposible que lleguemos a tiempo, pero la sola idea de que se lleven a los nuestros al reclusorio nos aterra. Llevamos siete teléfonos celulares que son utilizados al mismo tiempo para recibir y hacer llamadas, ver mapas, etc.. Buscamos una motocicleta que nos alcance y lleve los documentos. Una moto si lo lograría. Hay por lo menos cuatro personas además de nosotros conectadas a la red buscando, sin éxito, la motocicleta salvadora. Nos enfrentamos al tráfico pesadísimo de Xochimilco y los compañeros que están en Milpa Alta nos hablan con frecuencia avisando que ya se preparan para la salida, que están a punto… hasta que nos aseguran que ya se los llevaron. Seguimos a toda velocidad porque pensamos que si nosotros llegamos a Milpa Alta antes que ellos a Xochimilco, al Reclusorio Sur, todavía se podrá impedir el ingreso. Para tener alguna seguridad, abandonamos a Sandra y a Leslie en el camino, para que por su cuenta, lleguen al Reclusorio y constaten que en efecto, los llevaron allí, que ya están presos.
Volvemos de Milpa Alta al reclusorio desmoralizados, abatidos, tristes, pero sin claudicar. Allí no hay mucho qué hacer. No sabemos dónde los tienen, es una fortaleza inaccesible, enorme, lúgubre, repugnante. Nos tenemos que ir a nuestras casas, no tiene sentido quedarnos afuera toda la noche. Con todo y el dolor, el organismo exige descanso y dormimos bien.
En la calle de James Sullivan, cerca del centro de la ciudad, están unos juzgados de delitos menores. También los conocemos a la perfección, pues allí se relizará todo el juicio. Llegamos todos, los familiares, los amigos, los abogados. Algunos logran entrar y escuchan la declaración de Gustavo. Cuando se dice que la fianza es de 126 mil pesos lo comunican de inmediato a los de la calle y allí empieza una ola de indignación. La banda discute la acción a seguir para presionar a la autoridad, si cerrar la calle, ir en manifestación al gobierno del DF, etc. Hay mucha gente, muchos jóvenes y me preguntan que si estoy de acuerdo en que cierren la calle. Explico mi situación, lo abatida y enojada que estoy y les digo que Chalo es mi hijo y que yo voy a hacer todo, absolutamente todo lo que pueda para sacarlo del reclusorio, pero que además, es un preso político y los presos políticos son de todos; que hagan lo que consideren pertinente, siempre con un gran sentido de responsabilidad. Mientras tanto, el juez decide que no hay condiciones para seguir y cancela la audiencia, sólo declara Gustavo. Vuelven a meter a los presos en unas camionetas y se los llevan de regreso al reclusorio. Cuando salen las camionetas por una calle lateral, la indignación alcanza niveles de locura y desesperación. La calle está cerrada y los granaderos encapsulan a los inconformes que no estaban haciendo nada, no había ningún delito. Ya me había alejado y vi todo a una cuadra de distancia. Había oscurecido, llovía muy fuerte y hacía frío. En medio del aguacero llegó mi amigo Jesús a quien había llamado por teléfono, reencontramos a Sandra y volvimos en taxi a la casa.
En el patio del reclusorio, en la zona VIP donde visito a Gonzalo me entero de que les dieron unas cobijas y sus trajes de preso. Ya no aguanto ese sol quemante, blanco, que deslumbra y no ilumina, ese olor, esa sensación de que algo me oprime, que tengo algo sobre la cabeza. Él no quiere que me vaya, pero le explico que si ya declararon me tengo que ir a buscar el dinero, que me faltan veinte mil pesos para pagar la fianza y que salga ese mismo día, que no podemos estar presos ni un día más. Nos despedimos y salgo a la libertad, a la mitad de la libertad, porque él se queda, tengo que seguir, conseguir el dinero, hacer el trámite contra reloj, contra la burocracia, contra la razón, hay que pagar en efectivo…
Diego ya no está, se llevó el coche y está con Sandra y David haciendo los trámites, el juez nos concedió graciosamente la posibilidad de la afianzadora, ya no son $126,000 sino $16,000 lo que hay que pagar.
No puedo hacer nada, no tengo mi celular, no tengo dinero, no tengo llaves de la casa, no tengo coche, pero no estoy abandonada, están los familiares y amigos de los otros presos, que ya son más que conocidos, compañeros.
Ya oscureciendo, llego por fin a mi casa donde ya me esperan Diego y David. Me baño, platicamos, nos preparamos y por la noche salimos de nuevo al reclusorio, saldrán muy tarde, son los usos y costumbres de ese lugar. Llueve y hace frío. Esperamos guareciéndonos bajo los toldos de las fondas que están en la acera de enfrente. No me sorprende que hay mucha, mucha gente esperando. Amigos, compañeros de la primaria, de la secundaria, de la facultad, etc. Es una fiesta, nos reímos, nos abrazamos, seguimos a la espera. Decidimos acercarnos a las puertas juntos, en bola. A eso de la una de la mañana, sale un grupo de presos, pero no los vemos bien, está oscuro y trotan juntos, sin voltear para ningún lado. Corremos hacia ellos pero alguien grita que no son los nuestros, que están pelones y tenían cabello por la mañana. Nos alejamos. Alguien confirma que sí son, volvemos a correr y ciertamente, sí son, ya están afuera, han salido por un estacionamiento, sobajados, humillados, rapados y amenazados, pero por fin, ¡somos libres otra vez!.